jueves, mayo 06, 2010

Capítulo II: Moncho, el soñado emprendimiento y algunos amigos

Por Fidel Ríos Gonzáles

Tras sueños resquebrajados, culpa de constantes pesadillas, Moncho despertó y prosiguió con sus labores diurnas, quehaceres domésticos (llámese ordenar su cuarto, leer en forma colosal y cercenarse estrofas de libros monótonos) al que todo desempleado apela en virtud a no perder la cabeza, aunque sí los sentidos. De hecho, para no ser desalojado patitas a la calle.

Sin el rumbo definido, como quien anhela colgarse con su propia correa, sucumbió en sus errores, eventuales en la vida y contrariados en familia, al punto que sentenció su infortunio con una sólida y ligera frase, bien puesta, casi madura: sobresalir ahora o morir en el intento.

--Piensan que soy títere, soldadito de batalla… ¡ah no! Ya me jodieron un huevo de veces. ‘Debe ir entallado en traje, con su CV impreso y, por supuesto, bien bañadito’. Putos --escupió enervado al punto de lágrimas y ardidos denuestos, tras múltiples entrevistas laborales fallidas, en el que más valía succionar la sangre -de jóvenes ilusos-, y en consecuencia, explotar al empleado mismo parasito sin célula.

Traducido a la realidad, estos seudo-feudales de saco y corbata ofrecen pagar el sueldo mínimo vitae --y otros que se tiran la pelota cada fin de mes-- ultrajando la inteligencia en antonomasia de saliditos universitarios, colegiales infortunados y padres ya derruidos desde pequeños. Quizás por la recesión, quizás la misma pobreza.


Meses antes de envolverse en un relámpago de fuegos, Moncho se enfrascó en un torrente de pasiones a través del Internet. Aquél sitio donde coinciden perfiles ilusorios, cómplices infieles y hasta asesinos a sueldo. Lucia malévolo en el escenario amoroso, delante de un teclado y frente a una camarita incorporada, y entre risas macabras se daba el respiro de los cobardes, esa imagen satánica a su nueva faceta de hombre rencoroso.

Detrás del chat

Es así que, corroído por la amargura, pisó a fondo llevándose pelirrojas, gringas al pomo; dulces señoritas que lo miraban casi anonadadas, antojadizas de encontrar su polo opuesto. Entre ellas: Ruth, Julia y Rosita facturaron en su agenda playboy. Pisaron el palito. Entraron a su juego. Como la desdicha le puso cientos de cabes, él debía dar boleto gratuito a la inclemencia, justificando una diatriba sórdida, maquiavélica.

Horas más tarde pregonaba sus actos al espejo, bochornosos empero transparentes a sus intereses. No era loco, solo porfiado, tan cual inculpan a inocentes sobre peces gordos… luego se acostó en un catre viejo y sucio. Ambos se caían a pedazos.

--Si me va mal en encontrar chamba, porque se me presentan así, apretaditas. A cobrar nomás, a cobrar --pensaba, a su vez que recordaba los consejos de su madre, una mujer digna de respeto, inmune a los odios, merecedora de aplausos y cariños sinceros. Literalmente, en su afán de nórdico conquistador, de gringo rico no obstante misio, reflejaba su talón de Aquiles. No porque le daba la gana, sino por no dar de beber a quien no lo merece. Por ello -creía- estaba sin trabajo.

El encuentro con el viejo

El 27 de marzo de 1983 no tuvo pesadillas, como ocurría casi siempre, esta vez abrió los ojos con una sonrisa dibujada en el rostro, ya rasgado por el peso de sus 26 abriles, quizás mal vividos pero recorridos. ¿Qué pasaba, perdió la cordura o devenía de sus andanzas sexuales? No. El plan de ataque, la siembra recomendada por un grosero adulto mayor, deletreando: D-E-B-E-S P-O-N-E-R-T-E L-A-S P-I-L-A-S hechizaba su mirada. Oprimió el puño en señal de revancha, mesó su cabello, graso, por ahí canoso, con la consigna de materializarlo en un tiempo no tan lejano.

Lastima que, viendo sus magras experiencias, esas enquistadas al termino de los cruces peatonales con gente mendigando, se tiró para atrás sobre aquél consejo lanzado por el viejo. Resultaba, más bien, la contraparte de la famosa frase de Hemingway, en El Viejo y el Mar: 'un hombre puede ser destruido pero nunca derrotado'. Al parecer ya lo estaba.

La gente del colegio

Tiempo después, en casa de unos amigos de escuela, roñosos y vivaces, aunque aduladores de sus aburridos chistes, se concentraron a fundirse en la bebida, un escenario al que Moncho no rechazaba jamás. Ya sentados, alrededor de una desgastada mesa de vidrio, llena de inscripciones similares al de las barriadas, agenciaron el acto mediante un colosal brindis. Lamentablemente, algunos vasos de cristal, turbios de andanadas de borracheras, cohesionaron salvajemente despidiendo pedazos de vidrios filudos, incluso cerca al perro que ese día lo acompañaba.

Su desgracia era tal, que sus colegas de pinta se encontraban peor o igual que él. Jóvenes inteligentes, pero vagos a la vez; deprimentes y sociables; católicos o laicos... estos se distribuían en los distintos vericuetos de la convulsionada Lima.

El primero se llamaba Daniel (26), vivía en Renovación, un lugar de hampones y asesinos a sueldo, éste se consideraba el conquistador del grupo, cuya única reciprocidad con la vida era su buen floro, esa locuacidad le valió la aprobación del resto, aparte, claro está, de nacer el mismo día y mes que Moncho, un setiembre de mil novecientos...

Luego venía Jorge, dos años menor que Moncho y romántico a la fuerza, otras veces cómplice de palomilladas, otras demás gorrón, trepador o en resúmen: camarón (persona que no gasta un centavo). Coco entró sin saber que ya estaba adentro. Para ser más sincero, su intermitente chispa, a nada, causó el ingrediente perfecto al cuarteto. También vivía cerca a Daniel.

El mayor era Raúl, el adonis del grupo, el umbral al que todo metrosexual jamás ostentaría. No pasaba desapercibido en el patio de colegio, por el contrario su afinidad con Moncho radicaba en el sentimiento por el color crema. Además de ser un jóven de pobres palabras, mucho brillo y fosforito al instante, cayó a pelo, y es que antes de pisar el colegio, de conocerlos, le había propinado un soberano puñete a su ex tartamudo profesor. Ya antes propugnaba ser conocido. Tras su expulsión, posterior narración descollante, su inyección al colectivo no se hizo esperar.

Próximamente les contaré el desenlace del bendito proyecto. Por ahora subiré el presente post el cual permanecerá hasta la otra semana. Luego alistaré mi maleta -prestada por el sí de mi prima- para fugar, mañana, a la Sierra (Región Andina), exactamente a un pueblo llamado Cajacay, situado a tres horas y media de Huaraz, Ancash. Entre una pronunciada curva que presenta una desgastada cancha de futbol. Quien sabe si las peripecias vengan con ricas sorpresas ¡No me lean!

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